Los que nos visitan regularmente sabrán que no acostumbramos a desvelar aquí en el weblog aspectos de nuestra vida privada, pues sabemos que no interesan a nadie, ni siquiera a nosotros mismos. Sin embargo, esta vez haremos una excepción, teniendo en cuenta que el acontecimiento que les vamos a relatar es, sin duda, algo fuera de lo común.
Hace un tiempo contactamos con tres guionistas de humor a los cuales admiramos profundamente. Es probable que conozcan la serie de animación para adultos titulada “Las tres mellizas”. Ellos participaron en la elaboración de muchos de los guiones de la serie, y a ellos debemos las continuas referencias implícitas a “El Vaquilla” que los más avispados televidentes habrán detectado (les recomendamos que analicen atentamente el capítulo titulado “Las tres mellizas visitan Auschwitz”, donde estas alusiones tácitas al delincuente español más famoso son harto abundantes). El caso es que, después de haber intercambiado algunos mensajes a través de Internet, uno de estos tres guionistas se mostró interesado en conocernos, invitándonos incluso a una cerveza. Somos personas de talante más bien introvertido, por lo que inicialmente fuimos reacios a quedar con alguien a quien no conocíamos personalmente. Ellos insistieron mucho, y como son gente entrenada en el arte de seducir mediante la retórica, pronto nos vimos forzados a aceptar su propuesta.
Quedamos finalmente el viernes treinta y uno por la tarde en el bingo de la calle Urgel. Nos pareció un lugar un tanto inapropiado, pero no nos atrevimos a decírselo, pues se les veía muy ilusionados. Llegamos puntuales, vestidos con nuestras mejores galas, y nos encontramos a dos de ellos esperando en la puerta impacientes. El tercero, según nos dijeron, no había podido venir porque se había sentido indispuesto en el último momento (“los nervios le revuelven el estómago”, puntualizaron). Entramos, pues, en el bingo, y pedimos unos vodkas en la barra. Iniciamos una de estas conversaciones banales, de compromiso, y mientras hablábamos nos dimos cuenta de que uno de ellos había empezado a flirtear con unas señoras de edad avanzada que se encontraban en una mesa cercana. Las mujeres fingían avergonzadas que no nos veían, pero ellos hacían gestos cada vez más obscenos y lascivos, motivo por el cual fuimos invitados a abandonar el local por uno de los guardias de seguridad del bingo. De nuevo en la calle, nos invitaron a su apartamento, que al parecer se encontraba muy cerca de allí. Dijeron que quizá nos interesaría visitar el lugar donde se dedicaban a gestar sus guiones y, como siempre, acabaron convenciéndonos.
El apartamento en cuestión era una especie de antro oscuro y mal ventilado. Nada más entrar, pisamos sin querer unos vinilos de “Manzanita” que había esparcidos por el suelo, rodeados de kleenex usados. Al fondo de la estancia distinguimos a una figura sentada delante de un ordenador, fumando en pipa y vestida con una bata de boatiné desabrochada y sin nada debajo. Era su compañero, el que se había sentido indispuesto. El tipo se levantó emocionado al vernos, se acercó a nosotros tambaleándose, nos dio un beso en la boca y nos ofreció una botella de ginebra. No tuvimos tiempo de rechazar el ofrecimiento, pues los otros dos guionistas nos cogieron del brazo y nos sentaron en un sofá de piel de leopardo lleno de manchas y de quemaduras de cigarrillo. Ellos se sentaron entre nosotros, apretujándonos tanto que apenas podíamos movernos. Uno de ellos empezó a hablar del amor en la Grecia clásica, y noté entonces que alguien me estaba acariciando la rodilla. Cuando aquella mano desconocida y cariñosa se estaba acercando peligrosamente a mis partes íntimas, llamaron a la puerta contundentemente. Ellos se pusieron muy nerviosos, no quisieron abrir en un primer momento, pero como insistían mucho no les quedó más remedio que hacerlo. Se trataba de un agente de la Guardia Urbana, que estaba buscando a una chica que vivía en el bloque y que había desaparecido hacía una semana. “Es sordomuda. Cuando la vieron por última vez llevaba el uniforme del colegio”, dijo el agente. Cuando oyó esto, el guionista de la bata de boatiné dejó caer al suelo la botella de ginebra y desapareció en la oscuridad. El aficionado a la Grecia clásica dijo que tenía que ir al baño y el otro intentó cambiar de tema hablando de parquímetros y de zonas azules. El agente, viendo estas extrañas reacciones, preguntó si podía entrar en el apartamento, y entonces nosotros, aprovechando la ocasión, nos escabullimos por la puerta con sigilo y nos fuimos a casa.
Al despertarnos la mañana siguiente recordamos lo que había acontecido y pensamos que aquello no podía ser verdad, que lo habíamos soñado. Sin embargo, al ver la postal que nos habían regalado en el bingo, firmada por ellos mismos, tuvimos que aceptar que aquello había sido tan real como la vida misma.